En las últimas entradas hemos visto como la rápida evolución técnica de los vehículos hacía que estos fueran más veloces. Este aumento de la velocidad, acompañado con el aumento también del número de los participantes en las carreras y de la multitud de personas que eran atraídas por los acontecimientos automovilísticos tuvo como resultado varios accidentes en los que se vieron involucrados conductores y espectadores, como por ejemplo el de la París – Berlín de 1901, que conllevó la prohibición de las carreras en suelo francés. Sin embargo, se hicieron varias excepciones a esta prohibición como fueron las carreras de la Gordon Bennett Cup que se relataron en la entrada anterior.
Para mayo de 1903 la A.C.F. programó la que sería la mayor carrera hasta la fecha: la París – Madrid . Esta carrera, que contaba con un gran apoyo por parte del rey Alfonso XIII de España estaba no obstante bajo peligro debido a la prohibición de competir en suelo francés. Por lo tanto, había que conseguir el permiso necesario. La presión del Barón de Zuylen, presidente de la A.C.F., pero sobre todo los productores de automóviles franceses, que representaban a un sector que daba ya empleo a 25.000 personas y producía unos ingresos de 16 millones de francos anuales por exportaciones, fueron imprescindibles para conseguir un permiso que finalmente se otorgó el 17 de febrero de 1903, si bien los organizadores estaban tan seguros del sí que empezaron a aceptar inscripciones el 15 de enero.
La popularidad del automovilismo queda demostrada con las 300 inscripciones que recibió la A.C.F en 40 días, con un coste para la inscripción de entre 50 y 400 francos, según la categoría. El recorrido de la carrera, de 1.307 kilómetros, se divide en tres etapas:
- Versailles – Bordeaux, de 552 km
- Bordeaux – Vitoria, de 335 km.
- Vitoria – Madrid, de 420 km.
y se crean cuatro categorías distintas, según el peso en vacío del vehículo:
- Menos de 250 kg.
- Entre 250 y 400 kg.
- Entre 400 y 650 kg.
- Entre 650 y 1.000 kg.
El orden de salida se definió median un sorteo aleatorio entre los que se inscribieron durante los primeros 30 días, y por orden de inscripción a partir del 15 de febrero, y los coches saldrían de uno en uno, con dos minutos de intervalo entre salidas. También se introdujo por primera vez la norma de “Parque cerrado absoluto”, por lo que al final de cada etapa el coche sería custodiado por un comisario para evitar que se produjeran reparaciones o mantenimiento sobre él. De este modo, tanto las reparaciones como el mantenimiento o repostaje se debería hacer durante la carrera. Además, a la hora de cruzar una ciudad, el vehículo debía seguir a un comisario en bicicleta, para de esta forma asegurarse de que no se circulaba en las ciudades a velocidades peligrosas. El tiempo en las ciudades no computaba para la clasificación final. Este tiempo se cronometraba y se guardaba en unas cajas cerradas con un sello, para posteriormente descontarlo del tiempo final.
De los 315 inscritos, finalmente tan solo tomaron la salida 224:
- 88 coches de la categoría más pesada.
- 49 coches de entre 400 y 650 kg.
- 33 voiturettes de menos de 400 kg.
- 54 motocicletas.
Entre los participantes destacan:
- René de Knyff, Henri and Maurice Farman y un viejo conocido nuestro, Charles S. Rolls, conduciendo Parnhard & Levassor de 70 caballos, capaces de alcanzar los 130 km/h.
- Henry Fournier, William Vanderbilt… conduciendo para Mors, un vehículo con 90 caballos y capaz de alcanzar los 140 km/h.
- Mercedes se presentó con 11 vehículos.
- El equipo De Dietrich, que presentaba a los británicos Charles Jarrott, Lorraine Barrow y Phil Stead, así como por Camille du Gast, la primera mujer en competir en una carrera de automovilismo internacional.
- Los ingleses Napier.
- Los hermanos Louis y Marcel Renault, con sendos coches fabricados por ellos mismos.
- El equipo FIAT con dos de los mejores pilotos de la época, Luigi Storero y otro cuyo apellido quizás os suene… Vincenzo Lancia.
Los periódicos franceses estaban entusiasmados y le dieron una gran cobertura a la carrera. La carrera fue presentada como la más grande hasta la fecha y 100.000 personas abarrotaban la salida en Versailles horas antes de que se produjera la salida a las 3:30 de la mañana. Los primeros cien kilómetros estaban repletos de espectadores mientras que las estaciones de trenes estaban repletas de gente que trataba infructuosamente de llegar a Versailles. Precisamente esta cantidad de gente, así como la oscuridad, hizo que se retrasara la salida media hora y que los coches salieran cada minuto, en vez de cada dos.
Ahora es cuando, siguiendo el esquema de las entradas haría una crónica de la carrera. Pero he pensado que para esta ocasión, mejor que yo, vamos a dejarle a Charles Jarrott que nos la cuente. ¿Quién es ese tal Charles Jarrott? Bueno, pues el que haya estado leyendo atentamente hasta ahora, se habrá dado cuenta de que había un piloto de De Dietrich que se llamaba así. En efecto, es el mismo Charles Jarrott. Y este Charles Jarrott tiene una particularidad. Fue el primero en el orden de salida de la carrera. Dejémosle por tanto que nos relate él la carrera…
“¿Qué recuerdo de la carrera? Largas avenidas de árboles, con las copas cargadas de follaje y troncos famélicos, el horizonte infinito, cantidad de ciudades y pueblos repletos de una densa masa de gente, gente enloquecida que se ubicaba en la carretera y no se apartaba hasta el último suspiro, retrasando una catástrofe que de tantas veces tentada no se podía evitar. Pero sobre todo recuerdo la sensación de ser perseguido. Centenares de coches por detrás, de todos los tamaños y potencias, y todos ellos a mis talones, viajando por la misma carretera, quizás más rápidos que yo y tratando de adelantarme, cubrirme de polvo y dejarme detrás en la búsqueda de Bordeaux.
Cuidadósamente llegué a Versailles, al parque donde tendría lugar la salida y me puse al frente de la hilera de coches que ya se había formado. Las miles de personas que esperaban para ver la salida habían ocupado la calzada, de forma que prácticamente no se apreciaba dónde estaba la carretera. De Knyff era el segundo en salir y Louis Renault el tercero. Decidimos que estaba demasiado oscuro para salir, de forma que la salida se retrasó media hora. Pregunté qué pasaría con la gente que estaba bloqueando la carretera enfrente mía cuando tomara la salida y la única respuesta que obtuve fue un encogimiento de hombros y la réplica de que la carretera se limpiaría en cuanto tomara la salida. Los soldados que trataban de mantener el orden fueron engullidos por la multitud, de forma que se convirtió en el caos absoluto.
A las 3:45 tomo la salida. Afortunadamente, la gente me deja paso, aunque apurando mucho. Me parece increíble que no hubiera atropellado a nadie en los primero metros. Traté de bajar la velocidad pero pronto me di cuenta que el riesgo era el mismo a cuarenta millas por hora que a ochenta. Simplemente, la gente esperaba más antes de apartarse, y el recuerdo de esos vehículos que salían detrás de mí me recordaban que la caza había comenzado hizo que volviera a ir a la máxima velocidad, esperando que la Divina Porvidencia intercediera por esos cabeza huecas que decidían correr semejantes riesgos.
El principal problema de mi coche estaba con el embrague, que no paraba de deslizar. Sin embargo, tenía una palanca metálica que me permitía hacer que parara de deslizar cuando la accionaba. Por lo general era mi copiloto el que la accionaba, pero cuando tenía que reponer el aceite al motor me tocaba accionarla a mí al tiempo que conducía.
Pese a los ligeros contratiempos técnicos, me cogió de sorpresa cuando cerca de Rambouillet mi copiloto me indicó con gestos que De Knyff estaba justo detrás. Pronto nos adelantó y lo mismo hizo Louis Renault, que venía muy rápido desde atrás y al que pronto le perdimos de vista. Al alcanzar el punto de control de Rambouillet vimos a los dos coches. El coche de De Knyff tenía problemas con el sistema de ignición por lo que se retrasó y volví a ocupar la segunda posición, precedido por Louis Renault. Al poco tiempo De Knyff volvió a alcanzarme, pero se paró de repente y fui la última vez que lo vi en carrera. Louis Renault estaba conduciendo magníficamente, pero nosotros también lo estábamos haciendo bien, así que albergaba intactas mis esperanzas de ganar la etapa. Estaba encantando con el funcionamiento del coche… cuando de repente se paró.
Si hay una avería de la que más he sufrido a lo largo de mi carrera deportiva son los problemas en el circuito de alimentación de gasolina. Mientras estaba parado en la cuneta tratando de arreglar el vehículo, me preguntaba cuántos competidores nos adelantarían antes de poder reemprender la marcha. Por fortuna, logramos localizar el problema con rapidez y arreglarlo; se trataba de una tubería que unía el depósito de gasolina con el carburador y que se había soltado. Cuando reemprendí la marcha volvía a sentir la sensación de que estaba siendo perseguido. Sin embargo, en el tiempo que estuvimos parados no nos adelantó ningún vehículo, lo que parecía increíble. ¿Dónde estaba De Knyff? ¿Dónde estaban los Mercedes de 90 caballos de potencia que nos tenían que pasar por encima desde la salida? ¿Dónde estaban los grandes Parnhards? ¿Había ocurrido alguna catástrofe en la carrera que había bloqueado la carretera? No parecía posible que hubiéramos viajado a una velocidad suficiente como para que nadie nos hubiera dado caza con el tiempo que habíamos estado parados…
Como piloto, empecé a disfrutar la carrera cuando pasamos Tours. Los problemas mecánicos habían desaparecido, y lo mismo ocurría con la masa de gente que nos habíamos encontrado hasta entonces, que era de todo menos agradable cuando estás conduciendo a esas velocidades. Por delante, Louis Renault estaba tan lejos de nosotros que cuando llegábamos a los puntos de control él ya se había marchado. Fue entonces cuando, justo antes de Tours, el Mercedes de Werner se nos acercó; por fin teníamos compañía. Mientras esperábamos en el punto de control de Tours, se nos unió otro vehículo, que para mi regocijo era el de mi compañero y amigo Stead, con el De Dietrich número cinco. A mitad de recorrido hasta Bordeaux, dos de los cuatro primeros vehículos eran De Dietrich, lo que sin duda era un gran resultado para la marca. Le pregunté si tenía alguna noticia sobre Barrow y me dijo que lo había visto en algún punto intermedio, sin problemas aparentes. En mitad de nuestra conversación Werner salió del punto de control, con un estruendo tal que silenció a todo el público que aguardaba en Tours.
Un minuto después era mi turno de salir de Tours. A los cinco kilómetros de la localidad encontré fragmentos de un vehículo y un poco delante vi a Werner y su copiloto de pie al lado de lo que quedaba de coche, afortunadamente sin heridas de consideración y más preocupado en encenderse un cigarrillo que en adivinar las causas del accidente. Aparentemente el eje trasero de su vehículo se rompió cuando estaba viajando a gran velocidad, saliendo ilesos por puro milagro. Louis Renault estaba en la cabeza a treinta y cinco minutos de distancia, pero nosotros no estábamos exprimiendo el motor a fondo, esperando a llegar al tramo donde las rectas imperaban sobre las curvas y se podía dar gas a fondo.
Al llegar a Ruffec los problemas volvieron a aparecer con el sistema de encendido, que estaba al rojo vivo debido al calor que desprendía el motor. Recuerdo un sol abrasante y un grupo de personas que nos rodeaba a pesar de nuestras advertencias de que por detrás venían otros pilotos y era peligroso para ellos. También recuerdo el calor que desprendían las piezas cuando las sujetábamos con las manos y del que tan solo fuimos conscientes cuando finalizamos la reparación con las manos llenas de ampollas. Tras una copa de Champagne, estábamos otra vez en la carretera, dirección Angoulême. Hablar del Champagne me recuerda la forma en que nos avituallábamos en esas carreras. Por supuesto, se podía conseguir prácticamente de todo en los controles o al menos algo para refrescarse. Siempre había un amigo esperando en la ciudad con algo para alimentarte… ¡pero lo difícil era encontrarlo! Recuerdo haber visto a Bianchi, mi mecánico, que en un ataque de hambre no tuvo ningún reparo en comer un trozo de pan que previamente había sido salpicado por aceite lubricante, pero tal y como me dijo a posteriori, estaba tan concentrado en el control del motor que ni siquiera era consciente de estar comiendo.
Cada vez íbamos mejor. Con Bordeaux a 120 millas, sabíamos que iba a ser difícil cazar a Louis Renault, pero nos alegrábamos de que nosotros tampoco hubiéramos sido cazados. Con ese pensamiento llegamos a Angoulême, finalizando otro tramo de la etapa. En esa ciudad los habitantes nos dieron una cálida bienvenida, ofreciéndonos ramos de flores y fruta con la que alimentarnos. Recuerdo también que un oficial eufórico me informaba que Jenatzy, en uno de los Mercedes 90, había salido hace poco del punto de control anterior y estaba pisándome los talones, por lo que me imploró que por el amor a la Belle France tenía que batir al coche alemán a la llegada a Bordeaux. Por supuesto, yo le prometí que mi De Dietrich alcanzaría Bordeaux antes que cualquier coche alemán. También me informó que Renault me seguía sacando treinta y cinco minutos, por lo que mis esperanzas de alcanzarlo se desvanecieron.
Justo cuando llegamos al punto de control, Bianchi bajó de coche y le pegó un vistazo para comprobar que todo estaba correcto. Me informó, con voz trémula, que una de las ruedas delanteras estaba a punto de hacerse añicos. Pienso que debería haberme bajado para pegarle un vistazo, pero la información de que Jenatzy estaba detrás de daba vueltas en mi cabeza por lo que le ordené a Bianchi que subiera para que reanudáramos la carrera. La carretera tras Angoulême era una sucesión de curvas y más curvas, siendo la parte de la carrera que más accidentes concentró. Sin embargo, allí fue donde recuperamos más tiempo. Estaba conduciendo como si mi vida fuera en ello, con Jenatzy a mis espaldas y Renault al frente. El coche se comportaba mejor que nunca y yo deseaba que la carrera durara doscientos kilómetros más para recuperar el tiempo que perdí antes de Tours. De repente, una bandera blanca apareció al fondo; habíamos llegado a Bordeaux. Parecía increíble que los 90 kilómetros se hubieran hecho tan cortos. Hicimos una velocidad media de 60 millas por hora recuperándole al final a Louis Renault 20 minutos, para dejar la ventaja final en 15.
Estaba sorprendido de ver a tantos amigos a la llegada a Bordeaux. Tanto ingleses como franceses estaban muy sorprendidos y satisfechos por mi rendimiento. Entonces, con un oficial en el coche, me dirigí al parque cerrado que se había instalado en la ciudad, donde los coches estarían custodiados hasta el inicio de la siguiente etapa. Pasó un gran intervalo de tiempo antes de que llegara otro coche. Fui a mi hotel y luego volví al punto de control para ver la llegada de otros pilotos. Uno o dos pilotos más aparecieron, pero traían muy poca información sobre el resto de competidores.
Entonces, de forma extraordinaria, empezaron a surgir rumores sobre terribles accidentes que había tenido lugar a lo largo de la carrera, pero nadie podía asegurar cuales de esos rumores eran ciertos. Los coches siguieron llegando y con ellos noticias de que algunos accidentes habían ocurrido, pero todo era exagerado. Cada piloto traía una historia diferente pero todas ellas hablaban de dolor y muerte. Pero… ¿quién había muerto? ¿Quién estaba herido? ¿Qué había pasado? Un sentimiento de terror empezaba a apoderarse de la gente que esperaba en la llegada. Parecía que habíamos sido parte de una carnicería de la que cada vez llegaban noticias más aterradoras, y la falta de información fiable no hacía sino empeorar la situación. Charron llegó a la meta, conduciendo un turismo con varias señoritas como acompañantes, trayendo más noticias que el resto de los que habían completado la carrera. Habían ocurrido accidentes terribles y me horrorizó el saber que tanto Barrow como Stead, con los otros dos De Dietrich, habían tenido sendos accidentes y estaban gravemente heridos. De hecho, el mecánico de Barrow había muerto en el choque. Stead había sido cortado por otro vehículo cuando viajaban a 80 millas por hora, mientras que Barrow había atropellado a un perro, roto su dirección y finalmente empotrado contra un árbol a toda velocidad. También Marcel Renault había chocado, al igual que otra docena de vehículos. Charron dijo que no había visto nada igual en su vida.
Otros pilotos llegaron a la meta confirmando algunas de las historias. Un coche inglés conducido por un piloto nobel volcó al tomar una curva, con la mala suerte de que se quedó atrapado debajo del coche que se pegó fuego, muriendo carbonizado. En Chatelleraut, un niño se quedó en mitad de la carretera cuando llegaba un coche y un soldado saltó para quitarlo de allí. El piloto, en una rápida maniobra para evitarlos, no solo acabó golpeando y matando a ambos, sino que también chocó contra varios espectadores más. No voy a seguir recapitulando la lista de muertos, ya que de eso se encargaron los periódicos ingleses al día siguiente, al hacer la crónica de una carrera que bautizaron como “La carrera de la muerte”.
Las carreras entre ciudades estaban muertas. Nunca más sería posible sugerir la realización de un evento deportivo en carreteras abiertas, por lo que, en mi opinión, el mejor deporte había finalizado. El gobierno francés decidió finalizar la carrera en Bordeaux, custodiando a los vehículos hasta París para asegurarse de que nadie siguiera corriendo. Incluso se les prohibió encender los motores”.
Lo cierto es que la opinión pública estaba mezclada. Si bien periódicos como Le Temps usaron los desastre de la carrera de una forma demagógica para atacar a las carreras automovilísticas, otros como La Presse trataban de relajar la noticia, haciendo hincapié en que tan solo 3 víctimas involuntarias, los espectadores, habían sido sacrificada en el “altar del progreso”. Otros periódicos, como Le Liberté criticaban la prohibición de las carreras por parte del gobierno francés, al tratarse uno de los orgullos patrios. Sin embargo, la opinión del periódico de Le Matin, que indicaba que las carreras de velocidad carecían de interés para industria automovilística, que debían centrarse en otros tipos de evento donde la resistencia y la reducción del consumo de combustible fueran los objetivos, fue la que recobró más adeptos.
Si se quiere hacer un análisis de las causas que provocaron los accidentes, se pueden mencionar las que ya en su día concluyó la publicación La Locomotion Automovile:
- Velocidad: los vehículos eran capaces de alcanzar los 140 km/h, velocidad que no alcanzaban los trenes más rápidos de la época.
- Polvo, que empeoró las condiciones y provocó numerosos accidentes.
- Público, que acudió en cantidades ingentes y no fue controlado por unos medios policiales escasos que se vieron desbordados.
De hecho, se acusó a la policía de estar más interesada en la carrera que en la seguridad pública, sin intervenir cuando la gente invadía la carretera. También hubo duras críticas para la organización. El hecho de que el orden de salida fuera aleatorio provocó que en la carrera se encontraran muchos vehículos rápidos con otros lentos, lo que provocó muchas situaciones de adelantamientos complicados que se podían haber evitado con un orden de salida mucho más lógico. Y el hecho de acortar el intervalo de salida entre pilotos de 2 a 1 minuto no ayudó, pues provocó que se encontraran más coches en carrera y que además las nubes de polvo de los primeros coches afectaran a los demás.
La publicación británica The Car realizó una investigación sobre los accidentes, descubriendo que algunos se habían exagerado o simplemente no habían ocurrido:
- En el accidente de Angoulême que acabó con la muerte de un soldado y un espectador, se descubrió que la culpa fue del niño que se encontraba en mitad de la carretera tras haberse escapado de sus padres.
- El accidente que sufrió Portier en el paso a nivel fue culpa de la organización ya que dicho paso a nivel no estaba atendido por nadie.
- El vehículo de Barrow no se quemó tras el accidente. La explosión fue por tanto una idea sensacionalista para añadir dramatismo a su muerte.
- Los accidentes de Marcel Renault y de Stead fueron los únicos accidentes imputables a la propia carrera, y ambos se debieron al exceso de polvo en el aire durante las maniobras de adelantamiento.
Esta desastrosa jornada implicó no solo la cancelación de la prueba, si no la prohibición definitiva de las carreras de automóviles en las carreteras francesas. Sin embargo, como todas las noticias, pronto dejó de tener interés para la prensa, que estaba más centrada en el próximo evento automovilístico del año, la IV edición de la Gordon Bennett Cup, y en como lo acontecido en la París – Madrid iba a afectar a su desarrollo. Pero eso se verá en la próxima entrada…
LINKS:
Serie El inicio de las carreras: http://www.theflagrants.com/blog/category/deportes-2/el-dorsal-numero-13/el-inicio-de-las-carreras-de-coches/
Paris-Madrid Race: http://en.wikipedia.org/wiki/Paris%E2%80%93Madrid_race (enlace de la wikipedia, en inglés).
Leave a Reply
3 Comments on "LA CARRERA DE LA MUERTE"
You must be logged in to post a comment.
You must be logged in to post a comment.
Maravilloso, Eddie, como todos estos artículos.
Es usted un grande, señor eddie .
Gracias por el artículo.
[…] la entrada anterior vimos la Paris – Madrid y su trágico desenlace que significó la prohibición definitiva de carreteras automovilísticas […]