MI CONFESIÓN

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Lo confieso: yo colaboré en la gestación de esta crisis. Mi papel fue meramente testimonial a nivel macroeconómico pero, visto con el tiempo, sirve para hacerse una pequeña idea de lo que estaba pasando. Entonces intuía que aquello no podía acabar bien, pero era sólo eso, una intuición. Más que una certeza o una idea definida, era un sentimiento irracional que me invadía de cuando en cuando y después se iba, empujado por las presiones y los objetivos del día a día. Me faltaba perspectiva (y perspicacia) para entender la situación: nada que el tiempo no arregle.

Durante algo más de un año trabajé en una de esas empresas de intermediación financiera que proliferaron durante los años de bonanza como ahora lo hacen las tiendas de compraventa de oro. Era mi primer empleo y la verdad es que no tenía mucha ciencia: en las tarjetas ponía asesor financiero, pero era un simple comercial. Estábamos asociados con una red de inmobiliarias, así que nuestra tarea consistía en hacerle un breve estudio al potencial comprador según los estándares fijados por los bancos para la concesión de hipotecas. Esto es, la persona iba a la inmobiliaria para ver pisos y nosotros calculábamos cuál era el precio máximo de la vivienda que podría comprar sin que el banco le pusiera trabas; luego, si había suerte, nos encargábamos de todo el papeleo con los bancos a cambio de una módica comisión. Dicho así, queda hasta bien.

Cuando yo entré (verano de 2006) la cosa ya empezaba a ir cuesta abajo: los pisos estaban realmente caros y los intereses habían comenzado a subir (aunque todavía estaban bajos), así que el volumen de ventas de las inmobiliarias fue bajando sensiblemente. El único mercado que se mantenía a pleno rendimiento, al menos inflatable slide en la zona en la que yo trabajaba, era el de los pisos viejos de segunda mano en barrios humildes, más baratos y que se podían comprar por entre 70.000 y 150.000 euros (con letras mensuales de entre 300 y 700 euros aproximadamente, hablo de memoria). Los compradores eran en su mayoría inmigrantes, muchos de ellos con contratos temporales o por obra, pero a los que las entidades no ponían demasiados impedimentos a la hora de hipotecarse. Básicamente les pedían un mínimo de dos años de vida laboral, a ser posible continuada (generalmente se conformaban con que no hubieran estado parados en el último año), y que no tuvieran ninguna deuda impagada. La única condición que una entidad financiera jamás pasaba por alto era la de que el cliente no estuviera inscrito en un registro de morosos. Entonces no había nada que hacer: hasta que no se liquidara esa deuda no se podía tramitar ningún tipo de préstamo (quedaba el recurso de los prestamistas privados, anteriormente conocidos como usureros, pero por fortuna jamás tuve que entrar en ese submundo). Más allá de eso, si no había impagos las entidades daban luz verde a casi cualquier cosa. Si no lo hacía una sería otra, y en ese sector todos trabajábamos por objetivos. Quienes ponían esos objetivos (provocando y permitiendo todo lo que explicaré a continuación) deberían dar hoy alguna explicación acerca de qué querían conseguir.

El procedimiento habitual era el siguiente. La persona llegaba a la inmobiliaria, le decíamos cuál era el rango de precios en el que podía moverse dada su situación económica, se le enseñaban los pisos disponibles dentro de ese rango y, si alguno le cuadraba, intentábamos que nos encargara también a nosotros el conseguirle la hipoteca. El argumentario era simple: “tú no sabes cómo funciona esto y nosotros sí, además los bancos nos conocen porque tramitamos un porrón de hipotecas todos los meses y nos dejan intereses más baratos, tan baratos que, aunque te cobremos un 3% del total del préstamo, vas a pagar menos al mes que si negociaras la hipoteca por tu cuenta”. No era del todo mentira: la mayoría de entidades tenían un departamento especial destinado a tratar con las inmobiliarias y algunas condiciones eran diferentes a las disponibles en las oficinas de calle. Nunca me paré a calcular si el ahorro compensaba nuestra comisión, pero si hubiera tenido más escrúpulos (o si no me hubiera dejado cegar por aquello de tener mi primer empleo) seguramente habría abandonado ese trabajo mucho antes.

Porque, visto con el tiempo, hay remordimientos. Claro que sí. Pienso en la gente que entraba en la inmobiliaria buscando pisos de alquiler y a los que convencíamos para que compraran porque los alquileres salían casi tan caros como la cuota de una hipoteca y además exigían depositar una fianza, mientras que si compraban un piso no necesitarían adelantar ninguna cantidad (la señal la negociábamos nosotros). Sabías que no necesitaban comprar, sabías que si los intereses subían iban a pasarlo mal para pagar la cuota, pero te obligabas a pensar que ese ya no sería tu problema. De hecho, te cubrías las espaldas ofreciéndoles la solución: si te ves agobiado por la letra, o incluso si te quieres volver a tu país, vendes el piso y arreglado. Nadie pensaba que no sería capaz de venderlo por la cantidad suficiente como para saldar la deuda y a eso se agarraban también los bancos: si la cosa iba mal, el cliente vendería y ellos recuperarían lo prestado (o alguien se subrogaría en ese préstamo), y sólo en unos pocos casos habría que llegar a la ejecución. El riesgo era asumible para todos porque los pisos se vendían: con algo de suerte, en unos pocos meses la inmobiliaria podía llegar a vender el mismo piso dos veces. Por eso no importaba que el comprador no tuviera un trabajo fijo, porque si se quedaba en el paro ya encontraría otro empleo, y si no seguro que alguien le compraría su vivienda. Y así hasta que los intereses subieron de verdad y los pisos dejaron de venderse (y las hipotecas de pagarse). Pero ese es otro tema.

Como digo, lo de no tener que adelantar dinero por tu piso era un gancho que pocas veces fallaba. Porque la teoría dice que los bancos sólo conceden el 80% del valor de tasación de la vivienda, pero una de las ventajas que solíamos tener las financieras de las inmobiliarias era que podíamos elegir al tasador (normalmente a los clientes particulares el banco no les deja esa opción). Y con los tasadores el mamoneo era absoluto: eran tantas las tasaciones que se les encargaban que muchos estaban dispuestos a dar la valoración que les pidiéramos (o casi), para que así siguiéramos dándoles trabajo. Al final el tasador hace un cálculo estimando el precio medio del metro cuadrado de la zona; un precio que se mantenía alto, entre otras razones, porque las tasaciones anteriores habían sido generosas para que las ventas se cerraran y todos (vendedor, comprador, inmobiliaria, banco y tasador) nos lleváramos nuestra parte. ¿Qué conseguía el banco? Pues otra hipoteca. Pero evidentemente era una trampa. ¿Qué garantía real podía ofrecer una valoración “técnica” muy por encima del valor de mercado (porque al final el único valor de mercado es el precio de compra, sensiblemente inferior al de tasación)? Ninguna, pero lo sabían y no parecía importarles, sólo necesitaban tener un documento que justificase la cantidad prestada. No es que los pisos no valieran lo que se estaba pagando por ellos (que no lo valían), es que además los bancos estaban prestando todavía más dinero, por lo que en sus balances la valoración de los pisos era incluso superior a una realidad ya de por sí bastante inflada. Ahora lo pagan, los bancos y quienes se están quedando sin casa y con la deuda.

En fin. El caso es que de entrada todo parecían ventajas para el cliente porque, de esta forma, con tasaciones infladas y casi pactadas, el 80% que prestaba el banco daba para pagar el 100% del precio del piso y los gastos derivados de la compraventa: notarios, impuestos y, por supuesto, nuestro 3%. En ocasiones, dependiendo del cliente, de la vivienda y de su precio, incluso se podía sacar más dinero para acometer reformas o, sobre todo, para anular pequeños préstamos que tuviera el comprador por el coche, por tarjetas de crédito o por mil cosas (se veía cada pufo…). A más dinero prestado mayor ganancia para nosotros, así que siempre intentábamos arañar algo más. Total, para el cliente sólo serían unos pocos euros más al mes, pero para nosotros suponía unos cuantos cientos de comisión, así que mejor que siempre sobrara algo. Y solíamos conseguirlo.

Esto era así y todos participábamos de ello. No había engaños, yo al menos pongo la mano en el fuego por mi empresa porque explicábamos el funcionamiento de las hipotecas las veces que hiciera falta. Pero la cara de alegría que ponía el cliente cuando le decías que, sin adelantar un euro, iba a tener un piso propio y además se iba a quitar de encima todos esos prestamillos que estaba pagando y todavía le iba a quedar algo suelto para gastar, era para verla. Realmente había gente a la que, en aquel momento, le arreglabas la vida. Gente que cobraba mil euros y que estaba pagando ochocientos entre alquiler y préstamos varios, de repente pasaba a pagar quinientos por un piso en propiedad, sin más deudas que la hipoteca y con un par de miles de euros (o más) en la cuenta. Una mierda de piso, sí, pero financieramente parecía una solución perfecta y los bancos seguían acumulando hipotecas de este tipo. Luego, cuando los intereses empezaron a subir, toda esta gente (y sobre todo los que habían comprado un par de años atrás, con tipos aún más bajos), se encontraron igual de agobiados que antes, pero en una coyuntura económica infinitamente peor y que les dejaba sin salida.

Generalmente, el límite de endeudamiento mensual aceptado era del 35% de los ingresos familiares (es decir, que si cobrabas mil euros sólo aceptaban que pagaras 350 por la hipoteca), pero había operaciones que se firmaban al 40% o incluso al 45%, siempre teniendo en cuenta los tipos de interés vigentes en el momento de formalizar el préstamo (no hace falta explicar el impacto que han supuesto para tanta gente las subidas de tipos posteriores). Dependía del volumen de ingresos del cliente, claro (cuanto más alto, mayor margen de maniobra para sobrepasar el límite del 35%), pero también se hacían cosas que atentaban contra toda lógica. Podríamos hablar de los tipos de hipotecas que se usaban para salvar esos límites recomendados: hipotecas con cuotas progresivamente crecientes que jugaban con las previsiones de ingresos futuros de las familias (siempre favorables, claro); hipotecas con cuotas finales de hasta el 30% del importe total porque se suponía que el piso se vendería antes del fin del plazo del préstamo; hipotecas dobles para poder comprar ese piso que tanto te gustaba aunque todavía no hubieras sido capaz de vender el que ya tenías en aquel momento; hipotecas asociadas a cuentas en moneda extranjera para compensar posibles subidas de los tipos de interés con bajadas en los tipos de cambio… En fin, todo un mundo. Había un producto para cada tipo de cliente, y se hacían auténticos malabares con los ingresos mensuales y con las formas de pago para que las cuotas del primer año encajaran dentro de ese mágico 35% que convertía en “viable” cualquier operación. Lo que pasara después, cuando las cuotas subieran y/o los ingresos familiares bajaran, no entraba en la ecuación.

Algunas entidades no se cortaban: aceptaban incluso justificantes de ingresos en negro para elevar la capacidad de pago de los clientes, si de esa manera conseguían que firmaran la hipoteca con ellos y no con otro banco. Es decir, a gente con nóminas de mil euros pero que en realidad cobraban mil quinientos o dos mil euros (y en la construcción y en la hostelería había muchos), se les equiparaba casi de igual a igual con gente que tuviera nóminas por esos importes, concediéndoles hipotecas que en teoría, y según los criterios de los propios bancos, no podían pagar con sus ingresos “legales”. Daba igual la procedencia del dinero: si se mostraban movimientos bancarios que evidenciaran un sobresueldo periódico y estable, lo daban por bueno, o al menos contaban un porcentaje de esos ingresos. Y en ocasiones, cuando el dinero no pasaba por la cuenta corriente, aceptaban que se presentara algún justificante, como una carta sellada por la empresa reconociendo el pago de ese dinero negro. Suena raro, pero había empresas que te lo daban (tras jurarles y inflatable water slide perjurarles que ese documento sería para uso interno del banco y que jamás llegaría a Hacienda, porque jamás llegaba a Hacienda). Hecha la ley, hecha la trampa: si aceptaban justificantes de este tipo, sin respaldo de movimientos bancarios, no faltaban los documentos falsificados (fotocopiados, por si acaso). Los empleados de la entidad financiera con los que tratábamos (algunos empleados de algunas entidades, para ser justos), en el fondo simples comerciales que también cobraban por objetivos, llegaban incluso a sugerirte esa opción: “nosotros los papeles los mandamos escaneados a la central de riesgos”. No acababan la frase, pero nadie es idiota. Y así se firmaban hipotecas que sobre el papel iban al 35% de los ingresos mensuales del cliente pero que en realidad iban a cerca del 50%, o más (y eso antes de que subieran los tipos de interés). Todo por cazar más préstamos. Luego sí, la culpa es de Lehman Brothers y demás. Los cojones.

Había más irregularidades que las de los certificados de ingresos en dinero negro (muy útiles también para presentar a amas de casa como empleadas de hogar sin contrato). Por ejemplo, algunas entidades prestaban el 80% del valor menor entre el de tasación y el de compraventa de la vivienda. En teoría así minimizaban el riesgo de que les colaran tasaciones exageradas que elevaran el importe del préstamo muy por encima del valor de mercado del piso, pero siempre había recovecos para conseguir el dinero que se necesitaba. Por ejemplo, presentando un contrato de compraventa privado por un precio muy superior al acordado en realidad (y lógicamente también superior al de tasación). Rebajar el precio real en las escrituras era una práctica relativamente frecuente: los impuestos se liquidan en función del importe escriturado y rebajar esa cantidad suponía rebajar los impuestos a pagar, así que en la entidad financiera no se extrañaban cuando decías que el piso se iba a escriturar por X dinero pero en realidad se compraba por X+Y (aunque no fuese cierto, ojo). Como pasaba con los justificantes de dinero negro, al banco se la traía al pairo lo que pudiese investigar Hacienda, y tal vez habría que preguntarse por qué, porque si daban por bueno un documento así se supone que estaban siendo conocedores (y colaboradores) de un fraude fiscal. Pero es que eran los propios empleados (algunos empleados, los mismos de antes) los que te dejaban caer la posibilidad de hacer un contrato falso para saltarse la limitación impuesta por su banco. Así que hacíamos un apaño informático, lo fotocopiábamos tres veces y presentábamos un documento que en la oficina hipotecaria se encargaban de escanear con baja resolución para que la central de riesgos tuviera la justificación documental que necesitaba para apoyar su decisión. Aunque estuviera borroso y fuera medio fraudulento, lo importante era que tuvieran el papel por el importe necesario. No había ningún otro control. Sería muy divertido echar ahora un vistazo a los archivos de algunos centros hipotecarios. Si los conservan, claro: hoy la inmensa mayoría de esos centros están desmantelados.

Como digo, no todas las entidades aceptaban estos chanchullos, y en cuanto conseguías un encargo para tramitar una hipoteca la experiencia te decía a qué entidad podías llevar la operación para que se pudiera firmar lo más rápido posible, que al final es de lo que se trataba: cerrarlo todo y cobrar cuanto antes, y a por la siguiente. Había entidades especializadas en casos desesperados, filiales creadas y/o absorbidas por grandes bancos que aceptaban casi cualquier cosa con unas condiciones abusivas para el cliente. Y a veces, hasta bancos que normalmente no firmaban estas hipotecas de riesgo hacían campañas para captar unas cuantas. Cierto es que esos clientes no estaban en condiciones de encontrar nada mejor, pero ahora es cuando surgen los remordimientos que comentaba antes: además de alguna solución, soy consciente de que he podido generar más de un problema a gente que no lo merecía, simplemente porque no necesitaban una casa propia (o no en esas condiciones) y entre todos les hicimos el lío. Lo sabía cuando lo estaba haciendo y eso es lo que me reprocho: no tenía ninguna necesidad de seguir en aquel trabajo sabiendo que hacía cosas que no eran del todo correctas, podía haber dicho “no” y buscar cualquier otro empleo (eran otros tiempos), pero no lo hice. Mi única defensa es que al menos en nuestra empresa les explicábamos a los clientes lo que podía pasar (aunque nunca imagináramos que llegaríamos a los extremos que vivimos hoy), y sólo espero que hayan podido salvar la papeleta lo mejor posible, aunque tengo la amarga sensación de que algunos no lo habrán hecho. Eso sí, no lo siento por todos ellos. No hacía falta tener mucha experiencia en el sector para distinguir a un cliente honrado de uno desesperado, y también era fácil intuir quién tenía intención de pagar religiosamente su hipoteca y quién no. Las cosas como son: había mucho espabilado al que no le habrá venido mal una hostia de este tipo. Y no digo ya en los bancos: la putada es que ahora tengamos que cargar todos con lo suyo.

Y creo que ya está. Lo nuestro sólo eran operaciones sueltas en una ciudad pequeña. Sólo veía la superficie del negocio hipotecario: nada de grandes promociones, de acuerdos con constructoras, de financiaciones de obras faraónicas, de titulización de deudas… Nada de eso, sólo tramitábamos hipotecas corrientes a gente corriente en la época en la que todo empezaba a ir mal. Una gota de lluvia en el mar. Pero si todas estas cosas pasaban a tan pequeña escala y cualquiera que se moviera ahí podía verlas, no me extraña absolutamente nada lo que hemos vivido y estamos sufriendo. Pero nada.

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12 Comments on "MI CONFESIÓN"

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12 years 2 months ago

Excelente Snedecor. Abrirse en estas situaciones es lo mejor. Y vomitar, si es el caso. Poco puedo aportar más que mi caso: hipotecado con un piso, caro en su momento. Pude vender una vivienda pequeña heredada y pagar parte de mi piso. Y afrontar una hipoteca “cómoda”. Pero avariciosa. 4 años después pienso…. ¿lo necesitaba? No. Mi primera vivienda era suficiente. Pequeña quizás para criar mis dos hijos, pero suficiente. Seguro. Y piqué, quise más con avaricia. Y ojalá ahora estuviera libre de estas cadenas. Esta situación económica me ha hecho recapacitar. Sólo pretendo aprender. Ahora mismo no puedo hacer… Read more »

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