Pese a estar amarrado a puerto, el Golden Caster vivía unos días convulsos, casi peores que cualquier tormenta en alta mar. De todos es sabido que los marineros en tierra no tardan en buscar pelea, pero esta ocasión era diferente. Todo había comenzado unos días antes, a las pocas horas de zarpar en busca de los tesoros de un nuevo finde. La noticia de la muerte de un antiguo y renombrado capitán corsario, al que recientemente le había sido revocada la patente de corso y que se rumoreaba inflatable que podría iniciar una nueva etapa como pirata libre, había corrido como la pólvora entre la tripulación. La estupefacción y la incredulidad del primer momento por la desaparición del tal Montes dieron paso a las sinceras lágrimas de muchos piratas que, años ha, habían iniciado sus correrías por ultramar al ritmo que marcaba la inconfundible voz del moreno capitán. El capitán del Golden Caster no tardó en ordenar el regreso a puerto, y la quejumbrosa nave se aprestó a rendir tributo al maestro caído.
La taberna Flagrant’s no cerraba nunca, pero esa noche en su interior se respiraba una melancólica atmósfera pocas veces vista en ese nido de piratas. Al calor del ron, y sin música de fondo, las horas pasaban mientras los más veteranos (y algún desconocido que hasta allí se acercaba) iban contando sus historias de noches en vela y carcajadas silenciadas por lo intempestivo del horario en el que el no tan viejo capitán se veía obligado a navegar. Montes luchaba contra el cansancio y la somnolencia, que es casi peor que hacerlo contra los elementos, pero su dicharachera palabrería y su alegría desbordante contagiaban a quienes se atrevían a subirse a un barco en el que sólo el contramaestre Daimiel intentaba, sin mucho éxito, poner unas gotas de cordura. Su fama se había extendido por los siete mares y al cabo de los años un ambicioso patrón (del que se decía que contaba con los favores del primer ministro) decidió contratar sus servicios para que capitaneara el lustroso navío que debía servir para darle fama en toda la nación. Al poco tiempo se hizo con una nueva generación de incondicionales seguidores, pero al cambiar de horario y navegar bajo la luz del Sol nació tambíen una legión de detractores: el día y la noche tienen unas reglas distintas pero él jamás quiso renunciar a las suyas, lo que le granjeó numerosos enemigos que se negaban a subir a bordo de su galeón.
Tras varios años de notables servicios, la relación con el ambicioso conde se rompió: la nave no acababa de arrancar y el capitán Montes, al que al parecer pagaba una cuantiosa suma, ya no era rentable. Pese a que la separación era un hecho, no falló en su última misión y consiguió traerse el legendario oro de Polonia. Desengañado y sin más trabajos a la vista que volver a embarcarse en una humilde barquichuela en la que ya había sevido antes de la llamada del ambicioso conde, dicen que murió de pena. En tierra, como jamás debe morir un pirata.
Pero mientras los veteranos piratas de Trecet continuaban con sus interminables brindis de homenaje al caído y el propio capitán se encerraba a cal y canto en su camarote, algunos de los marineros que sólo habían conocido al Montes de la última etapa empezaron a cansarse de tanto duelo. Y después de tanto llanto y tanto ron, bastó una pequeña chispa para que se desatara la pelea. Alguien se atrevió a decir en voz alta lo que tal vez muchos pensaban, que ese tal Montes no era para tanto, y estalló la galerna. Ebrios de pena y alcohol, algunos veteranos cruzaron las espadas con quienes osaban en sumarse a la revuelta, acusándolos de faltar al respeto al capitán caído, a lo que aquellos replicaban con las habituales insinuaciones de servilismo al capitán Trecet. Entre medias, alguien osó molestar al minísimo Capitán en su momento de reflexión a cuenta de unas enigmáticas líneas, y el viejo Trecet lo despidió con cajas destempladas, añadiendo todavía más leña al fuego.
Curiosamente, mientras volaban las sillas de su local, el Contramaestre Flagrant (si es que ese es su verdadero cargo, que a estas alturas la memoria ya le falla a este novel cronista) se mantuvo ajeno a la polémica. Quizá fuera el único que entendiera a los dos bandos, sabedor de que en aquellos momentos de dolor todos necesitaban desahogarse de alguna manera. Y que la situación era especial se demostró cuando hasta el antiguo disidente Univerzee acudió al Flagrant’s para poner paz, y más aún cuando el Capitán decidió pasar un día más en tierra, pese a que los vientos de la Champions League eran propicios para iniciar una nueva singladura.
Y poco a poco las aguas se fueron calmando. A medida que la desaparición del moreno capitán se iba alejando en el tiempo y los efluvios etílicos del dolor iban despejando las mentes, los contendientes iban cayendo rendidos uno tras otro, como siempre agotados por la estéril pelea tras la que todos decían entender mejor al rival pero nadie cambiaba de parecer, aunque se forzaran a proclamar a los cuatro vientos sus buenos própositos. Mas la mar de fondo sigue y seguirá existiendo, y es lo que atrae a los nuevos aventureros y mantiene en la brecha a los veteranos. Al fin y al cabo, ¿quién se fía de los buenos propósitos de un pirata?
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