EL DOLOR MÁS DOLOROSO

Fimosis y circuncisión en el Antiguo Egipto y el Imperio Otomano

Hola, amigos:

Seguro que muchos recordais aquella cancioncilla de nuestra infancia, la que comenzaba siempre con “El dolor más doloroso, el dolor mas inhumano, es…” y a continuaciónuna barbaridad en rima asonante o consonante, pero barbaridad.

Mis dotes para la prosa son discutibles, pero para la poesía ni siquiera procede la discusión: no tengo talento alguno, así que os dejo a vosotros terminar la canción cuando llegueis al final de esta historia personal, absolutamente verídica por desgracia.

Allá vamos.

Se veia venir desde pequeño. Si mi simpatía, humor, inteligencia y talento desbordaban todo mi ser, mi pene tenía que desbordar por fuerza su continente, ese trozo de piel opresivo que le impedía alzarse con toda su fuerza, vigor y esplendor. Así que a mis trece años me ví en el despacho del médico de cabecera.

Fimosis… ¿qué hacemos? – le pregunté al médico.

Pues cortar la piel que sobra – me respondió.

En ese momento mi cara cambó de color, una tonelada de saliva comenzó la pugna por pasar por la garganta, un escalofrío recorrió mi columna vertebral y el pene intentó refugiarse dentro de sí mismo, minimizando su tamaño como una nómina con el cambio de la peseta al euro.

Se hace con anestesia, por supuesto. No duele casi nada – dijo consciente del malestar general que me había generado la solución – Además es anestesia local, no hace falta dormirte, así que no te preocupes.

Y tú de momento no te preocupas, porque estás intentando salir del estado de shock que te ha producido oír la palabra “cortar” asociada a tu pene. Pero llegas a tu casa, dándole vueltas a la cabeza, y en mitad de la noche te despiertas por enésima vez y caes en la cuenta de que el médico ha usado las palabras “casi nada” y “anestesia local”, lo que significa que al menos algo duele, y lo que es peor, QUE VAS A ESTAR CONSCIENTE TODO EL PROCESO.

Estoy en disposición de asegurar que mi conjunto pene/testículos jamás ha tenido un tamaño más ínfimo y desolador como en aquellos momentos. Y ya me dolía todo por anticipado.

Mi vida se convirtió en un infierno. Los días se iban a la velocidad de la luz, pero las noches pasaban lentas. Algunas veces permanecía despierto con los ojos abiertos como un búho; otras tenía pesadillas en las que mis espermatozoides se rebelaban y se declaraban en huelga de cola caída porque su camino al cielo, el pasillo a su jardín del Edén rebosante de óvulos por fertilizar, iba a ser mutilado.

Por fín llegó el día. En la sala de espera coincidimos 5 personas con el mismo diagnóstico, que parecíamos muñecos de cera de lo blanco que estábamos, acojonados. Miles de preguntas se agolpaban en mi cabeza.

¿Queda mucho para que nos llamen? ¿Quién será el primero? – me preguntaba mientras se me escapaba una gotita de orina.

¿Qué haré con los calzoncillos? ¿Se verá la mancha?– me cuestionaba mientras una caquita pugnaba por salir.

Por Dios, ¿queda mucho para que me llamen ?

En ese momento, cumpliendo fielmente aquel axioma de “cuidado con lo que deseas porque es posible que te lo concedan”, me llamaron, y pasé a una sala acompañado por un enfermero, que me dió una bata verde que se cierra por detrás cuando me iban a operar por delante. Me recordó que debía quitarme toda la ropa interior y me comentó como de pasada que LA anestesista era toda una garantía y que además estaba buenísima.

¿Y eso a que viene? – le dije.

Pues que si el medico estornuda, se le va el bisturí y corta más de la cuenta, al menos habrás tenido una última erección.

Y empezó a descojonarse.

Es broma – me dijo – Es para que te relajes, hombre. Y concéntrate en no tener la erección.

Y se fue. Dejándome solo. Descompuesto. En proceso de cumplir fielmente esa norma no escrita pero puntualmente seguida de hacer lo que te acaban de decir que no hagas, es decir, con una de las erecciones más escandalosas de mi vida agravada por el hecho de que no había ropa interior, sólo una bata verde, fina, que a la altura de mis genitales había tomado la forma de una tienda de campaña.

La teoría de Albert Einstein acerca de la relatividad del tiempo se manifestaba en toda su crudeza en esos momentos de espera solitaria, sentado en aquella salita blanca y fría. Al cabo de lo que para mí fueron horas y para el resto de la humanidad 2 minutos se abrió la puerta y asomó la cabeza de una mujer muy guapa que me sonrió y me dijo con voz cantarina: Vamos, que te toca.

Verá, señorita, es que… no sé como decirle… no puedo.

¿Qué te pasa ? ¿No me dirás que tienes miedo ?

No… bueno, sí, un poco… pero no es eso, es que… yo…emm…

Y decido descruzar las piernas y levantarme porque no sé cómo explicar que la tengo dura como la cara del Conde Lequio y prefiero que saque sus propias conclusiones acerca mi apuro.

Así que es eso… No pasa nada chaval, estamos acostumbrados. Verás como se te pasa enseguida. Anda, entra.

Y sonrió.

Pero a mí no me gustó ni un pelo esa sonrisa, y todavía menos el brillo de su mirada al pronunciar la palabra “enseguida”, pero entré.

El quirófano era pequeño, blanco, muy luminoso. Dentro había dos médicos y la enfermera anestesista que me esperaban de pie al lado de la camilla. Y allí estábamos mi erección y yo tumbándonos. Yo pensaba que en cualquier momento mi amigo dejaría de expedir calor y latir, pero no había manera de que aquello bajase. En cuanto estuve tumbado, desplegaron una cortinilla verde por encima de mi ombligo. Un médico se situó a mi cabeza y apoyó sus manos sobre mis hombros con suavidad, relajándome un poco. Lo ví como si estuviese cabeza abajo y me sonrió cálidamente, haciendo que me sintiese reconfortado por primera vez en muchísimo tiempo.

Te han explicado que es anestesia local, ¿no ? – dijo la voz cantarina, oculta tras la cortinilla.

Sí, señorita.

¿Preparado entonces?

Umm… más o menos

Y en cuanto terminé de pronunciar la palabra “menos” el médico a mi cabeza presionó con fuerza mis hombros hacia abajo, noté cómo sujetan firmemente mis piernas y la enfermera me puso la anestesia local, clavando la aguja de una jeringa en la mismísima punta del glande.

Me quedé sin aire.

Dolor no es la palabra.

Me puse tieso como un filete de ternera barato, solté el alarido más inhumano que garganta alguna sea capaz de producir y con el mejor acento castellano que haya salido de mi boquita jamás, pronunciando bien todas las letras, le dije a la enfermera guapa de la voz cantarina:

¡¡¡¡¡ HIJA DE LA GRAN PUTA !!!!!!

A lo que me contestó – vamos, vamos, que el segundo pinchazo ya duele menos.

Entonces comprendí que sobraban las palabras con aquella dominatrix viciosa. Solté dos lagrimones grandes como marmolillos de una catedral y sentí claramente cómo, tras el segundo pinchazo, mi amigo dejó de expedir calor y latir, por lo que supuse que ya no estaba erguido.

Tal vez había muerto para siempre, así que me abandoné y dejé a mi mente flotar en una nebulosa deseando desesperadamente que durase toda la operación.

Tras el dolor físico de los pinchazos llegó la tortura mental, porque no sientes nada, no ves nada, pero lo oyes absolutamente todo. Cualquier sonido parecido a una tijera cortando pone los pelos de punta, y en esas circunstancias todos los sonidos lo parecen. Ahí me dí cuenta de que el hombre y su pene son como dos hermanos gemelos, que cuando uno está ausente el otro lo echa de menos, y cuando uno de ellos sufre el otro también lo hace.

Tieso como un ciruelo, mirando al techo y suplicando el fin de la tortura, los minutos pasaron con lentitud, como la espera frente a un baño ocupado cuando te estás haciendo caquita.

Ya está – oí – Aaaaarriba.

La cortinilla desapareció como por ensalmo y me apresuré a mirar por debajo de mi ombligo para constatar que mi amigo estaba oculto en un vendaje blanco, y cuadruplicaba su tamaño normal.

Los puntos se caen solos, chaval, ya hemos tocado todo lo que teníamos que tocar… y ha quedado bien, no te preocupes.

Y yo no me preocupé, porque aunque la anestesia impedía sentirlo, sabía que mi pene estaba de vuelta conmigo, a salvo, y juré por lo más sagrado que nada ni nadie volvería a hacerle daño. Miré a la enfermera anestesista, que seguía sonriendo, y le dije con la mirada que me había quedado con su cara, que me vengaría.

Ella sostuvo el cruce visual con solvencia y sonrió un poco más si cabe, lo que me aterrorizó hasta los huesos porque parecía dar a entender que aún no había terminado conmigo. Instintivamente protegí a mi amigo tapándolo con las manos y me fuí hacia la salita blanca y fría donde comenzó todo.

Entonces oí a la enfermera de voz cantarina pronunciar una frase horripilante.

Aún no he terminado contigo, chaval.

Lo que hizo que me temblasen las piernas y que una caquita pugnara por alumbrar el mundo. Imagino que también estaba a punto de hacerme pipí, pero no sentía mi pene por la anestesia.

¿Pe…pe…perdón ?

Que voy a abrocharte la bata, hombre, que se te ve el culo…

Y se descojonó mientras me acercaba a ella dándole la espalda para que me abrochase la puñetera bata, rumiando una venganza infernal y dando la bienvenida a un odio que presumía eterno.

Por fin salí del quirófano, andando muy despacito, sintiendo la mirada de la enfermera sádica clavada en mi nuca, cometiendo el error de echar un último vistazo atrás porque solamente sirvió para comprobar que seguía sonriendo.

El tiempo entre la salida del hospital y mi llegada a casa lo recuerdo como en una nebulosa, y solo tengo una vaga imagen de un almuerzo frugal antes de echarme una siesta en el sofá, para recuperarme del mal rato y las malas noches pasadas.

Lo que recuerdo perfectamente es el despertar, y permanece en mí como una película:

Abro los ojos, aún estoy somnoliento.

Oigo una música.

Es la televisión, encendida por mi madre.

Se trata de una pausa publicitaria. Un anuncio.

De una tia rubia en pelotas corriendo por una playa, desodorante Fa, limones salvajes del caribe.

Horrorizado, compruebo que mi pene se pone contento, ajeno por completo a los puntos de sutura que adornan su prepucio.

Intento evitar la catástrofe mirando hacia la estampa del corazón de Jesús, pero llego tarde.

Mi pene intenta erguirse en todo su esplendor, pero los dieciseis puntos se tensan y tiran de las entrañas de mi maltratado amigo. Así, mientras pugna por rendir pleitesía a los limones caribeños y su ninfa promocional, un dolor insoportable invade mis genitales y en décimas de segundo se apodera de todo mi cuerpo.

Entre lágrimas, veo el rostro de la rubia de Fa al final del anuncio; en mi imaginación transida de dolor la veo cambiar sus rasgos, la veo transformarse en la enfermera anestesista y sonreir.

Era verdad. No había terminado conmigo.

Besos a tod@s.

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31 Comments on "EL DOLOR MÁS DOLOROSO"

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Guest
livingthepast
13 years 11 months ago

A mí con el relato me ha pasado lo mismo que durante el visionado de la película “Idiocracia” (Idiocracy, la cual fervientemente recomiendo): he vivido constatemente entre la hilaridad y los sudores fríos. No he vivido la grata experiencia, pero, quizá por mi aprensión a hospitales y quirófanos, quizá por encontrarme durante varios años en una disyuntiva similar al caso de Draco (que si sí, que si no), y tratándose de una parte tan delicada en un hombre, se pasa algún momento de nudo en la garganta. A mí lo más doloroso que me han hecho fue una endodoncia a… Read more »

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